sábado, 13 de octubre de 2012

Los vendedores de vida.


Los vendedores de vida.
Todo el mundo se preguntaba el porqué y el cómo, pero hace muchos años que esa pregunta dejó de tener sentido para mi, hace mucho tiempo no me interesaba saber nada sobre el tema, solo me interesaba que las cosas fuesen como tenían que ser, como yo siempre he querido que sean, sin que me preocupe más el cómo o el por qué.
La chingada, decía el enorme letrero rojo que estaba arriba de esa puerta que siempre tengo abierta, el humo del cigarrillo desfilaba hasta morir en lo alto del techo, y el sabor amargo de la punta del filtro me llenaba el fondo de la garganta; me levanté de la rígida silla de madera, que se quejaba con un rechinido agudo, y lo arrojé por el umbral de esa puerta, detrás del cual solo hay un espacio sin fondo en el que siempre desecho lo que no me sirve, a riesgo de no poder recuperarlo nunca si me arrepiento de arrojarlo, y si me arrepiento, a no poder recuperarme nunca a mi mismo; en una ocasión y a pesar de su resistencia, arrojé en el a mi novia, y me arrepentí a los treinta o cuarenta segundos cuando todavía la escuchaba gritar y caer. Es una verdadera lástima (una de esas lástimas que te hacen llorar) que no pueda sacar a más mujeres como ella de una cajetilla, o de cualquier otro lugar…
Recuerdo todo lo que sucedió: “Cinco cadáveres más fueron encontrados en el perímetro de la…” anunciaba una voz procedente de una pequeña televisión, la cual se vio interrumpida por mí cuando cambié el canal. Estaba buscando comerciales, con el fin de encontrar a más vendedores de vida, pero al no tener suerte, me dirigí a la cocina para prepararme un café.
Los vendedores de vida se presentaban en fachas tan distintas, unas mejores que otras, algunas como mujeres hermosas y provocativas, otros como pobres diablos sedientos de alcohol, y otros como verdaderos vendedores profesionales, de traje y corbata, pero ninguno era capaz de ofrecerme lo que necesitaba: la vida que yo buscaba era de color blanco, todos presumían tener un poco de ella, pero siempre me encontraba con vida gris o hasta algunas veces negra, mal cubierta con pintura blanca.
-Esto es justo lo que necesitas- dijo en alguna ocasión uno de los vendedores, mostrándome en su mano un poco de vida blanca; yo me ilusioné, la miré con los ojos como lunas y le pregunté casi con desesperación:
-¡¿Cuánto quiere por ella?!
-Serian tres mil dólares.
En ese momento se me hizo un nudo en la garganta, el precio era una verdadera mentada de madre; una fría gota de sudor se paseó por mi frente y con mucho trabajo articulé:
-¿Está usted seguro de que ese es el menor precio?
-Así es -Contestó el.
Ese día solo decidí mirar por la ventana a esa pared de ladrillos, sosteniendo en la mano la pequeña pisca de vida blanca entre los dedos; recuerdo cuando la vida blanca apenas y me cabía en el pecho, apenas y cabía en la cocina, apenas y cabía en los pasillos, y ni se diga de la cama: cuando tenía a mi bella mujer a mi lado. En ese entonces, ella usaba como única pijama una de mis camisas y yo usaba mi piel y la suya, juntos podíamos ver por la ventana y la pared de ladrillos no estaba; veíamos a la calle, a las personas, a las flores, al viento… pero ahora solo estaba esa enorme, rígida, fría y sucia pared de ladrillos.
Levanté mi mano, y me comí la pequeña pisca de vida blanca, esperando entonces poder volver a disfrutar de la infinita belleza de las cosas más simples, de mirar lo hermosas que eran las nubes, de que una sonrisa aflorara en mi rostro… pero nada de esto sucedió.
-¡Me han estafado! –Grité desconsolado.
Aquella no era vida blanca, solo era una obra maestra de la piratería.
Había intentado muchas cosas: mujeres hermosas, alcohol, drogas, caprichos, placeres y excentricidades, pero ninguna me hacía producir vida blanca, necesitaba encontrarla en algún lugar pronto.
Un mes más tarde, otro vendedor de vida me dijo por teléfono que había producido un poco de vida blanca, pero que por necesidad debía venderla; yo lo cité y cuando se apareció en mi hogar, lo hice pasar a la sala, pues la había preparado para la ocasión. Yo me encontraba sentado en otra silla frente a la de mi invitado en un cuarto completamente vacío a excepción de nuestros asientos y nuestras presencias.
-Siéntese –le ordené señalando la silla de madera que estaba en el centro de la sala. Solo una pequeña lámpara que colgaba del techo iluminaba directamente a la silla, pero nada más lejano al lugar al que estaba apuntada la luz era visible.
-Buenas tardes –dijo el de forma cortés.
-Buenas tardes, ¿le importaría responder un par de preguntas? –Declaré saltándome toda formalidad.
-Para nada.
-Encadénese –le ordené al tiempo que unas pesadas cadenas caían del techo directamente en sus piernas; él se quejó pues estas le lastimaron las piernas, pero cumplió la orden al pie de la letra y se envolvió las manos y las piernas en ellas sin protesta alguna.
-¿Es verdad que usted tiene un poco de la vida blanca? –Le pregunté asediándolo con una mirada frígida y penetrante.
Los nervios le comieron parte de la voz cuando contestó que si. Yo me acerqué y le desabotoné la camisa, abrí su pecho, y busqué cerca de su corazón el delicado brillo de la vida blanca; ahí estaba, presumiéndose tan hermosa como la recuerdo de aquellas noches con mi rubia princesa. La tomé y me paseé por la habitación durante unos segundos, contemplando su hipnótico resplandor y limpiándome los residuos de sangre de mis manos en mi camisa.
-Nadie quiere vender su propia vida blanca –Le dije volteando súbitamente mi mirada carga de juicio hacia él.
-Mis hijos tienen hambre, daría todo por ellos, incluso la vida… ¿le molestaría cerrar mi pecho? Hace mucho frío.
-Lo lamento -me disculpé e inmediatamente lo cerré. -¿Cuánto quiere por ella?
-Esperaba obtener diez mil dólares.
-¡¿Qué?! ¿Qué les da de comer a sus hijos? ¿Huevos de oro?
-No señor, pero usted mismo lo dijo, esa es la vida blanca que me queda del día en el que nacieron y nadie quiere vender su vida blanca.
Durante unos segundos me quedé pensando; no tenía esa cantidad de dinero, pero mi desesperación era enorme, hacía ya dos meses que estaba deprimido, me la había pasado consumiendo la vida negra que nacía de la culpa y arrepentimiento que tengo por haber arrojado a mi muñequita de ojos verdes a través de la puerta del letrero rojo.
-Solo me quedan ocho mil. –Declaré con resignación.
-Usted parece necesitarla ¿no es así?
-Usted no tiene por qué meterse… -Dije enojado antes de que aquel viejo me interrumpiera diciendo:
-Perdone, no quise ser descortés, pero yo puedo vivir bien, mis hijos me provocan un poco de vida grisácea todos los días, lo único que nos falta es algo de comida.
La rabia se me bajó un poco y me resigné a confirmar la transacción bancaria por internet; de ahí desencadené al viejo vendedor de vida y me encerré en mi cuarto con mi nuevo tesoro en las manos.
Miré por encima de mis sábanas hacia el pequeño buró que estaba junto a mi cama y observé fijamente la foto que tenía con mi angelito de labios finos, la cual se presumía brillante con una finísima capa de polvo; una lágrima atravesó mi mejilla izquierda y alegre cerré la puerta del letrero rojo.
Cuando decidí comer aquella pequeña porción de vida blanca, escuché como la pared de ladrillos frente a la ventana se derrumbaba, la luz de la luna volvía a ser hermosa y una sonrisa en mi rostro se apareció como un pariente que regresa de un largo viaje. Me sentía feliz otra vez, podía escribir poemas alegres, podía cantar y podía reír.
Se me desbordaba el brillo de la vida por los labios y yo no paraba de disfrutar el dulce sabor de estar vivo, y estar vivo de color blanco. Aquella noche pude dormir tranquilo.
A la mañana siguiente, desperté con una resaca fatal, cuando consumes vida blanca que no es la tuya propia, se corta de improviso y el sabor de la vida negra regresa todavía más amargo de lo que pensabas que sabía.
De esa forma me declaré en banca rota económica y en alma-rota de vida, pues no me quedaba ya nada, y pareciera que lo que generaba la vida blanca en mí, cayó junto con mi florecita de perfectas curvas por ese enorme vacío detrás de esa puerta; al tiempo que ella caía, pude observar las lágrimas en su mejilla que decían: “yo sé que te estás equivocando, yo sé que estás cometiendo un error al hacerme esto, yo sé que te vas arrepentir y que te va a doler, yo sé que querrás recuperarme y no podrás, pero no lo digo para recriminarte o porque esté enojada, lo digo porque me duele saber que yo también me equivoqué, me duele saber que estás cometiendo un error, me duele que ambos nos vayamos a arrepentir, me duele que nos duela, me duele que querrás recuperarme y no podrás hacerlo.”
-Siempre supe que ella debió de arrojarme a mi, así al menos tal vez ya habría terminado de caer. –dije en voz alta a la puerta que había permanecido cerrada desde el día anterior, entonces tomé mi decisión, la vida blanca no puede obtenerse de nadie más, debe de obtenerse de si mismo, y sin la vida blanca, la vida no vale nada, sin ella, la vida deja de ser vida, la realidad deja de ser realidad, y sobre todo, uno deja de ser uno mismo, pero mi cuerpo ya no era capas de producirla, por lo que me arriesgué a alcanzar a mi reina de mi corazón quien tenía ya casi tres meses de ventaja cayendo, y soltando una lágrima y el filtro del cigarrillo, di un paso al frente atravesando el umbral de la puerta del letrero rojo y me dejé caer al vacío, con la esperanza de que mi musa de hermosa sonrisa no hubiese terminado de caer y hubiese encontrado en el fondo, si es que existe, a alguien más que si mereciera y apreciara tanta vida blanca que ella es capas de regalar libremente, bien sabiendo que podría hacer con ella cualquier otra cosa. Así me vi a mi mismo, buscando salir de ninguna parte para entrar a todos lados, buscando mi vida blanca.

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